Apenas escuché que su madre decía que
Florencia Kirchner no podía estar sentada ni acostada durante lapsos
prolongados de tiempo, tuve una premonición que se cumplió la
semana pasada, cuando se insinuó que la enfermedad que padece
Florencia sería “linfedema”. Mi mamá me escribió: “Es
exacto, exacto, lo que tengo yo”.
Después, por teléfono, me lo confirmó
y me anunció que iniciaba una vasta ronda de consultas médicas
(incluyendo al oncólogo que la operó hace cuarenta años) para
verificar su hipótesis. Su excitación no podía ser mayor.
Antes de este giro, ella había
sostenido durante años que padecía de “síndrome de piernas
inquietas”, una rara enfermedad que le impedía estar acostada o
sentada durante más de media hora. Un suplicio que los miles de
estudios a los que se sometió jamás apaciguaron. Sus padecimientos
terminaron diluyéndose en un desencanto creciente y paralelo al del
deterioro físico propio de la ancianidad.
Ahora, en cambio, con energías
renovadas, se apresta a demostrarnos que ella no es vieja, sino que
está enferma. Duda, naturalmente, de la artrosis que padece hace
diez años. Seguramente eso fue un mal diagnóstico, porque claro,
carecía de especificidad política.
Su sistema de identificaciones
existenciales le permite, al mismo tiempo, descubrir su mal y
sentirse todavía más cerca de la lideresa de sus sueños.
Como yo nunca fui Cuba, espero con
ansias el momento en que me diga que tenemos que irnos para allá. No
sé de dónde sacaremos la plata, pero no es un mal proyecto.
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