por Daniel Link para Perfil
Estoy en Roma por asuntos laborales. Una noche salgo a dar una vuelta por el barrio, donde encuentro una hilera de decenas de jóvenes apoyados contra la barandilla que da a los restos de la Domus Aurea de Nerón, exactamente detrás del Coliseo. Cada uno de ellos está absorto en su celular. Hasta aquí, una escena común a cualquier parte.
Pero el Coliseo es una forma arquitectónica que no existió ni en Grecia ni en las demás ciudades de Asia Menor. Es una creación romana. Podría trazarse una línea de puntos entre el populus (que tampoco existió en Grecia) y el anfiteatro como fuerza arquitectónica de seducción. A lo mejor esos jóvenes (la juventud forma parte de la etimología de populus, de “pueblo”) son el resto de un pueblo, o un pueblo en formación.
Yo no pude sino pensar en el hermoso texto sobre la desaparición de las luciérnagas de Pasolini, que usa esa figura para hablar del fascismo. Pero podría pensarse que está hablando del pueblo, de los pueblos, de las mutaciones que llevan a la desaparición a especies enteras. ¿Están los pueblos en riesgo de extinción? ¿Queda algo, todavía, del pueblo?
Las luciérnagas hacían (hacen) ritmo con la noche. Brillan las unas para las otras. Dibujan locuras titilantes en el cielo negro, celebran la vida. En esa hilera de autómatas con sus celulares, en cambio, no hay conexión ni entre los cuerpos ni entre las sensibilidades. Hay conexiones nerviosas con una máquina que les susurra órdenes.
O tal vez no, tal vez sea el nacimiento de nuevos pueblos, flotantes, en la red. El Coliseo, que supo susurrar sus instrucciones al pueblo, es testigo de esta nueva mutación.
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