Las indisimulables y penosas contradicciones de las que han hecho galas los curadores de la 29ª Bienal de San Pablo obligan a un examen retrospectivo de las últimas entregas de uno de los más importantes eventos de arte contemporáneo.
Una serie de pronunciamientos legales acompañaron la apertura de la 29ª Bienal de San Pablo como para subrayar el pretendido (y más bien insostenible) carácter “político” de la muestra. La 13ª Cámara Civil Federal de San Pablo ordenó retirar a los tres urubúes que formaban parte de la instalación “Bandera blanca” de Nuno Ramos, donde las aves de rapiña (parecidos a los buitres) revoloteaban como indicación segura de que había algún cadáver en las proximidades.
Foto: Ariel Schettini
Finalmente, la mediación del Instituto de Medio Ambiente brasileño permitió que los pájaros (monitoreados diariamente) permanecieran en el lugar de privilegio que les habían asignado. Como escribió nuestro corresponsal: “El Paraíso de una perspectiva única: la de la muerte del arte. Esas aves que lo comprenden todo y saben que (…) los artistas pronto morirán”.
Casi al mismo tiempo, la Bienal rechazó una petición de la Orden de Abogados de Brasil para suspender la muestra de la serie “Enemigos” de Gil Vicente, donde el artista aparece asesinando al papa Benedicto XI, la reina Isabel II de Inglaterra y al presidente Luiz Inacio Lula da Silva (entre otros líderes políticos).
Menos privilegiada (menos brasileña) que las anteriores, la instalación “El alma nunca piensa sin imagen” de Roberto Jacoby fue suspendida por tiempo indeterminado a petición de la Procuraduría Electoral (mostraba las fotos de dos candidatos presidenciales y hacía intervenir a una “Brigada Argentina por Dilma Roussef” pocos días antes de la elección presidencial).
Los partidarios de Jacoby emitieron un comunicado en el que señalaron que si "La 29º Bienal de San Pablo está anclada en la idea de que es imposible separar el arte de la política", la censura sufrida indica que “hay serios motivos para dudar de la honestidad de esta declaración” y denunciaron “la pulcritud inmaculada con que habitualmente brilla la palabra política en los textos curatoriales”.
Francisco Antônio Paulo Matarazzo Sobrinho, más conocido como Ciccillo Matarazzo (San Pablo, 1898—1977), heredero de un emporio industrial todavía famoso por la calidad de sus pastas secas, fundó (para otorgarle brillo a la burguesía paulista), entre otras instituciones, la Bienal Internacional de Arte de San Pablo en 1951, entidad que depende de una Fundación que Ciccillo presidió hasta su muerte y que se convirtió en uno de los eventos artísticos más importantes del mundo (junto con la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel).
En esta misma página ya se ha citado la repugnancia de curadores como Cuauhtémoc Medina a las bienales de arte porque, “no obstante su importancia en proveer el barómetro de la cultura del tiempo presente”, como modelos de exhibición de arte contemporáneo” tienen una limitación compartida: la escasa o casi nula interacción entre los artistas y proyectos que los integran. El adocenamiento, el aburguesamiento, la debilidad curatorial y el embotamiento de la mirada son sus características (más allá de la calidad de las obras expuestas).
Lisette Lagnado, cerca de las posiciones de Medina, fue designada como curadora general de la 27ª edición de la Bienal de San Pablo (2006), puesta bajo el lema “Cómo vivir juntos”, la más política de las interrogaciones que el arte actual puede hacerse (o lisa y llanamente, la única pregunta política que importa). Conviene detenerse en este antecedente porque la actual muestra paulista, que se propone subrayar “la noción de que es imposible separar el arte de la política” ha elegido como lema el abstruso dístico “Siempre hay un vaso de mar para que el hombre navegue” tomado del poema Invenção de Orfeu (1952) del nordestino Jorge de Lima (1895-1953), quien comenzó su carrera como aplaudido sonetista paranasiano. Luego de su contacto con los grupos modernistas, en 1925, cultivó una poesía de inspiración folclórica y finalmente, luego de su conversión religiosa, se volcó a una poesía católica con alguna que otra reminiscencia surrealista.
Si los curadores de la 29ª edición de la Bienal de San Pablo (Moacir dos Anjos y Agnaldo Farias) han considerado que por ahí pasa la política contemporánea habría que comenzar preguntándose qué entienden por “política” y en qué sentido eso que entienden por política (el canto órfico y su manía civilizatoria), en función de los sucesivos malos entendidos que se suscitaron desde la inauguración de la Muestra, puede tener que ver con la lógica del arte (que convendría sostener más bien del lado del canto sirenaico) y con la práctica curatorial. Pero dejemos a Orfeo y las sirenas, por el momento, debatir calladamente, y sigamos el hilo de la crisis institucional del arte actual (es decir, de las bienales).
Lo primero que decidió Lagnado, preocupada por la con-vivencia y la co-existencia (de las formas de vida, del arte como forma de vida) fue suspender los “envíos nacionales” que, a todas luces, obstaculizan todo relato curatorial, sometiéndolo a los caprichos, componendas y necesidades protocolares de los diferentes responsables de esos envíos en cada país.
En 2008, Ivo Mesquita y Ana Paula Cohen decidieron levantar la apuesta de su predecesora y, bajo el lema “En contacto directo” presentaron una Bienal casi sin obras de arte y con el segundo piso del gigantesco pabellón diseñado por Niemayer totalmente vacío.
Se trataba, entonces, de responder a la crisis de la forma Bienal y, al mismo tiempo, potenciar el valor político del vacío, de la inoperancia y la desobra en un mundo demasiado acostumbrado a fetichizar la acumulación insensata.
En el informe que produjeron luego de la (brevísima) Bienal, los curadores escribieron: “El futuro de la Bienal depende de reformas profundas de la Fundación Bienal, que dependen, sobre todo, del desempeño de su gestión y su junta directiva más que de la curaduría.”
Obedientes de ese mandato (y del prolijo reporte “administrativo” que lo acompañaba), los miembros de la Fundación Bienal designaron a Heitor Martins como su nuevo presidente y se propusieron un objetivo para esta Bienal ("Nuestra meta es tener un público de un millón de personas") que, en el fondo, no sólo negaba las preocupaciones de los curadores previos sobre la co-existencia, el silencio, lo sagrado y el futuro del arte sino que definitivamente aniquilaba (como queda demostrado) toda posibilidad de pensamiento (político).
Ahora se entiende claramente lo que entienden por “política” los curadores de San Pablo (que desplegaron sus módicas ideas de publicitarios en videos que, si no fueran tan aburridos darían escalofríos) y en qué línea historiográfica se colocan: la mera administración de lo viviente (el canto órfico y su poder de apaciguar a las fieras) carácterística de las biopolíticas de las sociedades que se imaginan en un más allá de la historia, en vez del canto desestabilizante de esas aves de rapiña monstruosas que fueron las sirenas (y cuyo canto, conviene recordarlo, sólo prometía el goce y la muerte). No la interrogación sobre los modos potenciales de vivir juntos sino la mera vigilancia jurídica de formas de vida ya cristalizadas.
Los urubúes de San Pablo, nos dicen, han optado por callar.
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