martes, 24 de abril de 2012

No comerás del árbol prohibido

Yo no tuve educación religiosa, porque mis padres participaban de cultos diferentes (mi familia materna era católica; luterana mi familia paterna). Abandonaron mi formación religiosa a mi voluntad y yo, como he contado en otra parte, elegí por amor: ni una ni otra. De todos modos, siempre me llegaban rumores de las diferentes clases de religión que mis compañeros de primaria tomaban. Lo que más me llamaba la atención era que, de los diez mandamientos, apenas tres fueran positivos (“Amarás a Dios sobre todas las cosas”, “Santificarás las fiestas”, “Honrarás a tu padre y a tu madre”) y el resto fueran prohibiciones o interdicciones (“No pronunciarás el nombre de Dios en vano”, “No matarás”, “No fornicarás”, “No robarás”, “No dirás falsos testimonios ni mentirás”, “No consentirás pensamientos ni deseos impuros”, “No codiciarás los bienes ajenos”.
Dios, en esas tablas (los mandamientos cambian según las religiones y los textos, pero todos se parecen a esas formulaciones), se me aparecía como una máquina censora que, por si algo se le hubiera escapado, delegaba en las figuras paternas la minucia y la prolijidad de las prohibiciones cotidianas (“no mirarás televisión antes de hacer la tarea”, “no jugarás con tus amigos a la hora de la cena”, “no te tocarás los genitales”, “no aceptarás caramelos de extraños”, “no cruzarás la calle con el semáforo en rojo”).
Todo eso, en mi infancia, se me escapaba, porque se había decidido que yo decidiera si aceptaba tal o cual canon de indicaciones negativas, pero me inquietaba esa figura severa que encontraba en el No la razón de su existencia, y que dictaba innumerables variaciones del No a sus súbditos.
Por supuesto, codicié y robé, mentí y tuve deseos impuros, pronuncié el nombre de Dios en vano y, con el tiempo, forniqué, sin haber dejado de amar la idea de Dios (eso que está por sobre todas las cosas), honrando en la medida de lo posible (y cada vez menos a medida que crecía) a mi padre y a mi madre y no santificando las fiestas, nunca jamás, ni ebrio ni dormido.
En cuanto a la prohibiciones, se me escapaba su sentido, salvo en lo que respecta al mandamiento supremo, “No matarás”. Nunca maté a nadie y todavía me domina una cierta incomodidad en relación con las muerte de los animales. No soy vegetariano, pero como poca carne, y se me recuerda todavía como un niño reconcentrado que, en la plaza, observaba la atónita marcha de las hormigas: jamás las sometí a una lupa, o eché agua en un hormiguero, ni zapatee sobre la línea de aprovisionamiento.
Podría decirse que me entregué, salvo por el “No matarás”, a una saludable ignorancia de los mandamientos y las leyes, a un anarquismo primitivo que, en mi primera juventud, confundí con un hedonismo irredento: hacer lo que me pluguiera, siempre que eso no dañara a los demás (ese era mi mandamiento soñado).
Una vez una amiga, antes de que yo tuviera ocasión de psicoanalizarme, me enfrentó con una cara de mí que me resultaba desconocida. “Vos tenés una relación neurótica con el trabajo”, me dijo Mónica Tamborenea (que estaba un poco loca, pero era inteligente y millonaria).
En efecto, yo había trabajado desde mis 16 años, un poco por necesidad y otro poco porque me parecía que era la única forma de vida posible para un ser humano. Si el trabajo, como había aprendido tardíamente, era la consecuencia del pecado, sólo se podía atravesar este valle de lágrimas trabajando sin parar. O sea: de hedonismo, en mi primera juventud, poco y nada. No es que la pasara mal, pero cualquiera que trabaja sabe que los placeres se reservan para otro momento, nunca ya, ahora.
En las palabras de Mónica reconocía un mandato terrible que me venía de mis padres. A ellos les pareció simpático que eligiera las vestiduras de mi Dios, pero me transmitieron un mandamiento feroz: “No vivirás sin trabajar” y los que de él se derivan: “No harás nada sin tener en cuenta tu futuro”, “No malgastarás tus ahorros” (el Estado, siempre, se encargó de eso por mí), “No vivirás por encima de tus ingresos”. Que haya logrado convertirme en una especie de loca millonaria que viaja por el mundo fotografiando paisajes exóticos y acumulando anécdotas se deriva de aquellas prohibiciones que nadie formuló explícitamente nunca pero que se marcaron en mis huesos.
Todavía lo recuerdo: como yo era un niño que versificaba prodigiosamente, me encargaban poemas para los actos escolares a cambio de los cuales yo obtenía beneficios a los que mis compañeros de colegio no podían aspirar (el pelo un centímetro más largo que ellos, en épocas de férreos controles peluqueriles; las ausencias a las clases de gimnasia perdonadas). Hoy interpretaría esos relajamientos de las normas en relación con mi persona como una complicidad corrupta con los poderes de turno, pero entonces yo creo que me imaginaba trabajando. Trabajaba para asegurar mi presente y mi futuro y exigía un pago por cada cosa que yo era capaz de producir.
Inadvertidamente, como siempre fui un buen alumno y un excelente trabajador, me vi implicado en una red de tolerancias, primero, y en un beneficiado por los aparatos culturales, después: empezaron a llegarme invitaciones a congresos, a dar conferencias y clases por el mundo. Cada viaje que hice (y todos saben qué poco me gusta salir de vacaciones, qué poco tolero el estar haciendo nada en alguna parte y cómo me domina el “vacío de sentido” en períodos de tiempo sin reglas) fue como parte de pago por alguna intervención laboral. Sí, tuve (tengo) una relación neurótica con el trabajo. La neurosis de Dios me atravesó de parte a parte en la forma de un mandamiento impensado que se sumaba al “No matarás”: “No harás nada que no suponga la forma trabajo, más tarde o más temprano”.
Por supuesto, ahora que lo pienso, resulta que los mandamientos bien pueden expresarse en forma negativa o positiva: “Honrarás a tu padre y a tu madre” es lo mismo que “No deshonrarás a tu padre y a tu madre” y, así, las mil pequeñas reglas de comportamiento que organizaron mi vida, aún cuando se expresaran en forma positiva, se correspondían con prohibiciones microscópicas: “No llegarás tarde” (forma negativa del “Serás puntual”) me obliga a dar vueltas a la manzana cuando el tráfico ha querido que llegara antes, demasiado temprano, o, por el contrario, me ha hecho arrojar sillas por el aire (y espuma por la boca) cuando un subterráneo me ha hecho perder quince preciosos minutos.
Mónica, Mónica, querida Mónica: no tengo una relación neurótica con el trabajo, tengo una relación neurótica con Dios (es decir con la ley): ¿a quién se le ocurre dejar que un niño pobre y provinciano se invente una religión propia o una adherencia más o menos personal a las existentes?
Ni hedonismo, ni anarquismo. Mi vida es una serie ininterrumpida de prohibiciones ridículas que me autoimpuse y que no puedo dejar de seguir una tras otra, hasta la extenuación. “No mentirás” (en mi caso: “no simularás que has leído el Finnegans Wake”), “no llegarás tarde”, “proveerás” (o, negativamente: “no abandonarás a las personas a tu cargo a su suerte”), “no faltarás a tus obligaciones laborales”, “no dejarás de cumplir cada deadline que se te imponga”), “no dejarás de pagar el monotributo”, “no adoptarás posiciones complacientes con las autoridades nacionales o municipales, universitarias o barriales, para obtener beneficios más allá del propio mérito”.
En fin, una vida aburrida como la de un anacoreta, con la salvedad de que el anacoreta no se ha dado cuenta de que lo es. “No conducirás automóviles en estado de ebriedad” (pero, en cambio: “Respetarás a tu antojo las caprichosas velocidades máximas fijadas por las autoridades”).
“No callarás” es un mandamiento fatal, cuando uno está obligado a escuchar estupideces, falacias o, porque tenemos amigos poetas, mentiras escandalosas. No puedo callarme, tengo que contestar. Me embarco en discusiones bizantinas, digo “No, no, no” cuando algo me lleva a refutar la endeblez, el capricho, la trivialidad de alguna formulación.
Pido que se me entienda: no es que yo sea “mala onda”, como se me reprocha con frecuencia, sino que estoy obligado a cumplir con un mandamiento que me prohibe callar. No soy yo el que habla sino mi observancia de una prohibición (si esa prohibición es antipática no es mi culpa: me precede en el conjunto de disposiciones de vida, siempre ha estado allí y yo sencillamente tengo que seguirla).
“No engañarse a si mismo” es un mandato terrible y agotador. ¿Hago esto por tal razón o por tal otra? ¿Al decir tal cosa, qué quiero implicar? Al prohibirme una imagen falsa de mi mismo, ¿no me obligo a la locura, a la depuración estalinista, a un autoanálisis inevitablemente viciado de paranoia?
¿Pero qué opciones me quedan? ¿No es un mandamiento de primer orden la prohibición de ignorar una regla, una vez abrazada?
Hace un tiempo, me prohibí ir al cine. Hace como cinco años que no voy al cine, salvo circunstancias excepcionales (estrenos de películas de amigos, la adecuación a una regla amorosa: “Satisfarás los deseos de tu pareja”...). Y todavía más, me prohibí incluso ver películas según la ocurrencia, el capricho o la moda. Como toda práctica, mirar películas debe someterse a reglas. El lenguaje está sujeto a reglas de todo tipo (Roland Barthes decía, por eso, que “el lenguaje es fascista”). El lenguaje cinematográfico (si tal cosa existiera), también. Pero además, el cine supone un conjunto de reglas de visibilidad. Por ejemplo: 1) yo no veo ya más películas de mafiosos. O: 2) yo veo todas las películas en las que actúa Dakota Fanning. Las reglas 1) y 2) podrían entrar en colisión, naturalmente, y en ese punto habría que considerar reglas suplementarias para decidir el difícil entuerto. Por ejemplo: 3) yo veo todas las películas en las que actúa mi amiga Cate Blanchett (que podría inclinar la balanza en una determinada dirección) o 4) yo no veo películas dirigidas por Martin Scorsese (que podría inclinarla en la otra). Arbitrarias como son, las reglas suelen, por fortuna, funcionar en cascada. Por ejemplo, la regla 4) es bastante solidaria con la siguiente: 5) yo no veo (ni aunque me paguen por ello) películas protagonizadas por Leonardo Di Caprio. Gangs of New York (2002) acumulaba tantas reglas en su contra, que todavía hoy no sé nada sobre ella (ni quiero). El aviador (2004), dirigida por Scorsese y protagonizada por “Cabeza de Chupetín”, me creó problemas: no vi la película, pero toleré las secuencias en las que aparece el personaje de Katherine Hepburn desempeñado por mi amiga. Mi sistema de reglas (prohibiciones o mandamientos) deja en claro los terrenos (pocos, lo sé) que admiten algún tipo de acuerdo. Mi regla dorada en materia cinematográfica es: 0) yo no elijo (libremente) películas para ver: sencillamente cumplo con una normativa.
Entre 1929 y 1930, un joven autor de teatro comunista, Bertolt Brecht, escribió (con música de Kurt Weill) dos operitas gemelas, opuestas y complementarias, Der Jasager y Der Neinsager (“El que dice sí” y “El que dice no”), que, en su perspectiva, debían representarse en conjunto. En ambas piezas, un maestro, tres universitarios y un muchacho atraviesan una geografía hostil para conseguir medicamentos que en su aldea no existen. El muchacho enferma y, para que no fracase la busca, sus compañeros se proponen, según la costumbre inmemorial, abandonarlo a su suerte. En Der Jasager el muchacho dice que sí (acepta su sacrificio) pero pide que lo arrojen al abismo, para evitar una muerte lenta.
En Der Neinsager, por el contrario, se rebela contra el sacrificio consuetudinario y, al desbaratar la costumbre, funda una ética, la ética brechtiana, totalmente desligada de cualquier forma de compasión o sentimentalismo. Se trata, por supuesto, de una ética (anticristiana) que estiliza cada situación y la examina de acuerdo con un manojo de funciones (el progreso, el conocimiento, la liberación, la toma de conciencia, etc.).
Yo podría refugiarme en esas piezas para decirme brechtiano, pero “No engañarse a si mismo” me hace dudar un poco. Lo único que sé es que Der Neinsager me gusta más que Der Jasager y que la gente que no se pone límites me resulta sospechosa. Prefiero discutir leyes, reglas, prohibiciones, que andar por la vida como si todo estuviera permitido.


4 comentarios:

Santiago Giralt dijo...

Brillante, Daniel. Estos son, de tus escritos, los que más disfruto.

Linkillo: cosas mías dijo...

Gracias, Santi. Y yo, los que más disfrto escribir. Abrazo y abrigate

Anónimo dijo...

I thought you were Jewish.

/disappointed.

Paula dijo...

Primera vez que te leo...lo disfrute mucho, gracias!