por Daniel Link para Perfil Cultura
Walter Benjamin (1892-1940) quería ser
"el más grande crítico alemán" y, a la luz de las
repercusiones de su obra, sin duda lo fue.
Sus amigos y compañeros nunca
estuvieron demasiado de acuerdo con su método de lectura (para los
académicos alemanes era sencillamente judío, para Adorno,
descuidaba las mediaciones entre las singularidad que analizaba; para
Scholem, entendía mal las enseñanzas de la tradición judía, para
Brecht...). Pero nadie pudo nunca negar la cualidad de sus escritos,
que siguen sorprendiendo no tanto por la verdad que encierran sino
por la intensidad con que nos alcanzan.
Es que Benjamin era, además de un
lector inteligente, un escritor de singular sensibilidad: prueba de
ello son, además de sus artículos sobre Proust, su propia
traducción de En busca del tiempo perdido, novela de la que
aprendió (como Roland Barthes, muchos años después, por otra vía)
que la narración es un híbrido que puede aparecer en cualquier
parte.
Bien leída, la obra de Benjamin es,
además de obra filosófica y obra crítica, obra literaria (¿acaso
no sucede siempre eso con la crítica?) y prueba de ello son algunas
de las tesis de la filosofía de la historia, especialmente aquella
tan misteriosa, tan glosada y tan mal entendida que toma como punto
de partida un cuadro de Klee para contar el cuento del ángel de la
historia o los fragmentos de Infancia en Berlín o de Calle
de una sola mano que encuentran, por pleno derecho, un lugar de
privilegio en el contexto de las letras alemanas del siglo XX.
Enamorado de los juguetes, de las
miniaturas y de las colecciones, Benjamin supo que bastaba con reunir
algunos fragmentos para que algunos lectores, muy pocos lectores,
pudieran comprender el vínculo novelesco que los relacionaba. Del
mismo modo, su monumental proyecto El libro de los pasajes
pretendía ser una reconstrucción fragmentaria de un período y un
lugar incomparables de la conciencia del mundo (París, siglo XIX) y
hoy se deja leer, incluso incompleto, como uno de los más
deslumbrantes fragmentos de literatura alemana, como los
Philosophische Lehrjahre de Friedrich Schlegel y el Zaratustra
de Nietzsche: "un libro para todos y para nadie", que
entiende que no hace falta explicitar las articulaciones porque eso,
precisamente, murió con el positivismo decimonónico y porque la
"constelación" benjaminiana necesita ser leída con la
habilidad del arúspide que lee los restos del animal sacrificado.
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