Por María Moreno para Radar
Un día de 1972, dos jóvenes sociólogos combativos, Horacio González y Roberto Carri, se dirigen al despacho del decano de la Universidad con algún agrio reclamo que ensayan y al que, por lo menos uno de los dos, planea de impactante contundencia. De pronto, ya ante la puerta, eludidos los golpecitos rituales, Carri le aplica una sonora patada que precede a la visión del decano con un saquito de té suspendido sobre una taza de diseño austero. Lo cuenta Horacio González en el prefacio de Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia de Roberto Carri, en la nueva edición de Colihue. Luego aclara: “El procedimiento vibrátil de la pierna chocando de pleno es un acto notoriamente ilegítimo que todo reglamento futbolístico condenaría como planchazo”. La anécdota ejemplar le permite afirmar que Roberto Carri pasó por la vida intelectual argentina precisamente como eso: un planchazo.Más de cuarenta años después de esa patada paterna, Albertina Carri exhibe su instalación Operación Fracaso y el sonido recobrado en el Parque de la memoria (sala PAyS). A través de cuatro espacios llamados Investigación del cuatrerismo, Punto impropio, Alegro, A piacere y Cine Puro. Tal vez el más conmovedor sea Punto impropio en donde ella lee las cartas que la madre le hacía llegar clandestinamente desde su cautiverio. En la muestra, Albertina continua explorando las formas de representación de la memoria de una manera siempre “épatante”, provocadora y hasta pendenciera y tienta pensar si tal vez, luego del shock que desencadenó a las estéticas de la memoria política, su película Los rubios, en donde el secuestro de los padres era representado por muñequitos Playmobil animados y como en otros avatares de su obra ella reflexiona entre otras cosas sobre los legados y los desvíos de los legados, no heredó de su padre esa estética de la patada. Lo parece cuando afirma a través de la voz de Alicia Carricajo que la encarna en primera persona en Investigación sobre el cuatrerismo: “Si siempre dije que Isidro era una película de hombres, que a mí no me vengan con películas de tiros y motivaciones homosexuales encubiertas como dar la vida por el mejor amigo”. O sobre un festival de cine en Cuba: “El tufillo latinoamericanista del festival me enerva, las personas que en la puerta del hotel me ofrecen sexo, compañía o langostas me deprimen muchísimo, me la paso adentro de los cines viendo lo que sea y tomando mojito afuera –la comida es espeluznante o contrabandeada– las adolescentes que pasan mirando mis zapatos con deseos, vestidas ellas con uniformes marrones, el color más feo del mundo, directamente me nublan la vista”. O cuando luego de Los rubios califica de cabezas parlantes al recurso del testimonio en cine. Habría entonces que preguntarse si no queda en la hija algo de la “juvenilia de ruptura”, antisistémica, gestual, que Horacio González atribuye a su padre a la “hora de los efebos de la sociología de trinchera”.
Investigación de cuatrerismo es el relato hipnótico de una película perdida, la que el director Pablo Szir realizó y dejó sin editar antes de su desaparición forzada, de los proyectos frustrados de Carri por filmar su propio Isidro y su decisión de abandonarlo (planchazo al legado del padre), relatos que resuenan sobre cinco pantallas en donde se proyectan fósiles cinematográficos, fragmentos blanco y negro de películas años 40 casi veladas, lluviosos noticieros de los setenta con esos locutores de atuendo simil policías de civil que cuentan las operaciones de la guerrilla incluido el robo a una casa de pelucas. Como siempre Albertina mantiene su divisa de no reconstruir, impedir armar a Roberto y Ana María. Lejos de la intención de que los fragmentos den cuenta de un todo incompleto, elige subrayar lo inexorable de la ausencia. Es a esa ausencia a la que no está dispuesta a concederle ninguna “resignificación”, ninguna relatividad. En el lugar del Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado ella esculpe con ruinas audiovisuales: máquinas sin rollo que giran en el vacío o que se accionan con la cercanía del visitante, cintas como serpentinas góticas en donde el moho ha superpuesto sobre alguna escena realista perdida, garabatos de un abstracto viscoso, el nombre de la madre a flor de tierra. Es como si Albertina dijera con diferentes lenguajes formales que “no hay película, y no quiero que se hagan la película de quiénes fueron Roberto y Ana María”, entonces la película es crasamente material, despojada de toda imagen, o como si la a imagen hubiera sido destruida, secuestrada.
El título de la muestra parece estar dividido por géneros.
Operación Fracaso –título del nombre de una operación policial de 800 efectivos que no logró detener a ese Robin Hood selvático que fue –dice el mito– el bandido chaqueño Isidro Velázquez, estaría del lado del padre que le dedicó un libro. El tiempo recobrado, de la madre que habla en presente en Punto impropio.
LEGADOS Y NOMINADOS
Daniel Link, en una suerte de unción laica sobre Operación Fracaso que vertió en ese Cielo Apóstata que es FB, tiene una epifanía crítica: “Punto impropio filma con microscopio el trazo materno sobre el papel y lo proyecta en una luna flanqueada por los nombres de la madre (que son, también, los nombres de la Concepción)”. Y es cierto, en ese mandala materno, luminoso sobre el suelo cuya fuerza afectiva se contiene bajo el instructivo “videoinstalación multicanal de proyecciones color en loop. Formato de captura HD digital sobre cartas escritas por Ana María Caruso desde el cautiverio” el “Ana” de un lado y el “María” del otro nombra la primer sucesión femenina, esa que Leonardo da Vinci representa en su cuadro de culto. Punto Impropio es también la “primera concepción” de la muestra en donde, de diversos modos, se relatan filiaciones casi hasta la exasperación: porque Operación Fracaso es una infiltración de hijos, sobre todo en el relato de Investigación del cuatrerismo. Hay hijos sospechosos como el joven asistente de producción de Albertina en la filmación de La rabia y que afirma tener el guión de la película desaparecida sobre Isidro Velásquez porque su padre fue el músico, sólo que Lita Stantic, la productora, testimonia que la película no tenía música, entonces el joven se corrige y dice que su padre era asistente de producción. Hay hijos emblemáticos como Vicky Walsh, hija de Rodolfo de la que se dice que desgrabó el material de investigación para esa misma película. Hay hijos siniestros como el bebé enterrado en el fondo de un jardín de Resistencia cuya tumba reza “1823-1828” y que Margarita Saubidet, prima de Roberto Carri, dice que es suyo aunque supuestamente haya muerto antes de que ella naciera. Y hay hijos semejantes en la sucesión de violencia como Lucía Cedrón, hija del cineasta Jorge Cedrón, asesinado en 1980 a quien Albertina dice haber encontrado en Cuba mientras buscaba la película perdida. Como dice también que mientras montaba Los rubios conoció a otro con el plan de hacer una película sobre Isidro Velázquez. Y, por último, hay una hija en gestación en el vientre de Lita Stantic mientras hace la producción de la película desaparecida y hay un hijo esperando en la casa de Albertina mientras ella junta materiales para filmar: “Salgo a Palermo con la cabeza tan hinchada como las tetas, hace horas que mi hijo no me succiona, debo llegar rápido a casa, aunque la cantidad de sobres papel madera llenos de hojas tamaño máquina y escritas a máquina no me ayudan a la operación: rápido a casa”. Y en esa cita permanente de filiaciones, de legados trágicos, imaginarios o renegados y donde la insistencia de los nombres de Roberto Carri y Ana María Caruso rigen como las figuras para la concepción no inmaculada, la mención que Albertina hace una y otra vez de una esposa, Marta Dillon, quien escribe también en el catálogo, coautora del guión de la obra que no fue y de otras que sí fueron, quizás sobresalte el ojo de lector y deslice una constelación distinta para la idea de familia: otra vez la estética de la patada bajo la forma de un manifiesto subliminal. Tantos hijos en nominación, de diverso cuño político, pero siempre de un padre y una madre, no hacen más que señalar por contraste en su proliferación, como formando parte del PRESENTE, cartel que se agiganta en la entrada de la muestra, más allá de su sentido ritual ante la mención del nombre de los compañeros muertos y desaparecidos, el de un hoy de la familia como invención del deseo con y por fuera del estado y de la ley.
CATEDRA CARUSO
Punto Impropio es un título justo para una obra cuya propiedad no es de la madre ni de la hija o es la manera en que la hija permita que la madre tenga “obra”. Abusando de Daniel Link, vuelvo a citarlo: “la madre no pudo tener obra porque era mujer, y porque estaba casada con un intelectual prometedor y furioso: sus cartas son la no-obra, la desobra (pero nunca, ni aún en la oscuridad que constituye su circunstancia de escritura, la desesperanza)”. Sin embargo, sabemos por una mujer, Josefina Ludmer, que a partir de la lectura feminista de los géneros menores –esa zona históricamente sin no para las mujeres– que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia, filosofía) se constituyen en las mujeres a partir precisamente de lo considerado personal y son indisociables de él. No es que Ana María Caruso no tuviera obra sino que lo que transmite sería distinto a la obra de su marido. Si coincidimos con Horacio González en que Isidro Velázquez, formas prerrevolucionarias de la violencia es notoriamente desatento a los mitos literarios de la literatura argentina (Moreira, Fierro, Hormiga negra, perseguidos por una ley forajida y a quien nadie tildó de prerrevolucionarios) para reprocharle chichoneramente “una fidelidad al lenguaje sacudido y lleno de chasquidos, propio de la escena que el trotskismo compone en la lengua política”, lo que Ana María Caruso hacía era una obra literaria en emergencia que legaba simultáneamente el valor de la literatura. Por un lado, desde su cautiverio, a través de cartas y regalos ejerce una maternidad a distancia que se atiene a lo esencial: aunque no las escatime, no se demora en expresiones cariñosas. Urgida por el escaso tiempo disponible –el cotidiano que imponen las frágiles negociaciones en medio del horror, cuando la correspondencia exige ser despachada inmediatamente, el otro, más totalizador donde ella intenta preservar los lazos simbólicos con sus tres hijas– parece desgranar sus preocupaciones menos porque son imperiosas que por el deseo de hacer llegar los ademanes de una normalidad familiar. “¿Por qué Albertina ya no ve a Vanesa? ¿Cómo le fue en la fiesta del colegio con su disfraz de polilla? ¿La anotaron en natación? Paula ¿cómo te fue la despedida de 7mo? ¿qué van a hacer en las vacaciones? ¿Alber va a aprender a nadar? ¿Andre cómo fue tu cumpleaños? ¿qué hiciste? ¿por qué no hiciste fiesta?”
Pero hay en esas preguntas un exceso retórico como de quien libera la escritura de su función instrumental, y la convierte –dadas las circunstancias trágicas en que la ejerce– en un especio de libertad absoluta allí donde el poder desaparecedor no está. Si su revelación, más allá de sus destinatarias (sus hijas) podía tener una pena que iba de la censura a la muerte, son innumerables las tretas del débil que Ana María Caruso ejerce. Sin libros, da lecciones de barroco (“Si te interesa Vivaldi como habrás leído en la biografia Vivaldi es el barroco musical, un movimiento que produjo una musica excepcional (Vivaldi, Corelli, Bach.) Este movimiento barroco también se da en la literatura (Quevedo y Góngora en España) y en pintura y la arquitectura”). Despojada de todo bien reparte su herencia (“No te olvides de decirle a Tata Elisa que te dé mi collar para que lo uses, es una pena que esté guardado si vos lo podés usar. Eso sí, tené cuidado de no perderlo”) y desvía regalos suntuosos (“Con respecto al perfume francés que me mandó Bicha se los mando con papá para que lo usen Andrea y Paula porque a mí aquí adentro la colonia de baño me alcanza”. Sin esperanzas de sobrevivir lega aquello que nunca podría faltarle a las hijas cuando ella falte: la voluntad de leer.
“Ahora que vienen las vacaciones y van a tener más tiempo para leer, Andre, deciles que te compren los cuentos de Cortázar y su novela Los Premios. (...) Los cuentos son Bestiario, Final de juego, Las armas secretas y Todos los fuegos el fuego. Leelos en ese orden. En Bestiario el primer cuento se llama “Casa tomada”, algunos dicen que es una imagen de la sensación de invasión de la clase media frente al peronismo, pero yo creo que pensar eso es una idiotez. Es una sensación, que se repite en otros cuentos de Cortázar, de invasión, de algo que él no controla, de algo irracional e incontrolable que lo invade e incluso le modifica la vida. Lo mismo aparece en otros cuentos en: “Carta a una señorita en París” son conejitos; en “Cefalea” es la cefalea, el dolor de cabeza; en otro que no me acuerdo cómo se llama es el tigre, etc.”. A primera vista, la madre “despolitiza” un cuento de Cortázar pero en realidad propone una cierta autonomía de la obra literaria por sobre una crítica demasiado literal sobre las significaciones políticas. Otros textos de los desaparecidos para sus hijos suelen transmitir las justificaciones de una elección colectiva que prima por sobre el amor a sus hijos o no ocultan el deseo de la transmisión de ideales. Las palabras de Ana María Caruso en la voz de Albertina Carri arman una diada autoral, ese Punto Impropio que es tal vez también el punto máximo que convierte la totalidad de la muestra en una operación sin fracaso.
Anti-Manual de Teoria Política
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Hace 5 semanas.
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