Por Daniel Link para Perfil
Aunque los Juegos Olímpicos no son
sino un gigantesco negocio que concentra las pocas virtudes y los
muchos vicios del capitalismo, en principio me gusta mirarlos. Son el
evento televisivo más importante de la historia y, desde su
relanzamiento bajo el lema “citius, altius, fortius” (“más
rápido, más alto, más fuerte”), no ha dejado de crecer en
cantidad de disciplinas incluidas, países y atletas participantes.
Argentina fue uno de los doce países
que fundaron el Comité Olímpico Internacional en 1894, pero su
actuación fue siempre más bien mediocre por la falta de educación
física y formación atlética que caracteriza a nuestra República,
que abandona a los atletas y deportistas a su suerte.
Una vez que constaté lo que ya sé (la
belleza del atletismo y la gimnasia, el hastío que me provocan los
deportes grupales), me doy cuenta de que lejos de amortiguar el ruido
cotidiano, la competencia olímpica lo amplifica. Al
mismo tiempo que me dejo atrapar por las mujeres-gacela, por los
hombres-pájaro y por los jóvenes-delfines me doy cuenta de la
perversidad de un universo compuesto por una élite de privilegiados.
Y
luego están las lamentaciones y los reproches. Argentina perdió.
Argentina pierde. Argentina quedó afuera. Estas frases retumban como
piedras que ruedan hacia el abismo en el que muere el principio
esperanza. Se refieren a la performance de los representantes de
nuestro país en los Juegos Olímpicos, pero uno no puede sino
atribuirlas también al bajo coeficiente energético que nos
caracteriza. Argentina nunca estará bien preparada para enfrentar
los desafíos en los que se involucra, porque no se termina de
entender la lenta y rigurosa formación que se requiere para brillar
en una disciplina. Por eso tienen tan buena prensa los deportes
grupales: ahí es cuestión de “juego”, el infantilismo que pone
el propio destino del lado de la suerte, cuando no de la picardía
criolla.
Demasiada
realidad para mí, que miro televisión sólo para escaparme de ella.
Pero como todo el mundo (literalmente) está mirando los Juegos
Olímpicos, la oferta de ficciones es más bien pobre y yo no tomé
la precaución de ahorrar para tiempos como éste. A falta de
ficciones dadas, me dedico a inventar las mías.
Las
aguas turbias de la pileta olímpica. Una bacteria psicotizante
plantada por un científico demente. Una guerra entre lesbianas
lanzadoras de martillo y locas nadadoras. La villa olímpica
convertida en campo de batalla. Las favelas aprovechan la
circunstancia, bajan del morro y toman la ciudad fundando la Comuna
Socialista de Río. Las fuerzas armadas quieren intervenir, pero los
atletas chinos crean un círculo defensivo alrededor de la Comuna.
Imposible atacarlos sin represalias del gigante asiático. Se
proclama la propiedad colectiva de los departamentos de Ipanema y el
amor libre.
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