Por Daniel Link para Perfil
¿Habrán sentido lo mismo que nosotros
los ciudadanos del imperio austrohúngaro en los días previos a su
desintegración? Los europeos de comienzos del siglo XX no tenían
televisión ni satélites. Hoy se puede seguir cualquier proceso
político en directo y tomar partido sin mediaciones. La tarde entera
siguiendo las deposiciones en el parlamento catalán alcanzan para
detestar a Inés Arrimadas y para coincidir con Anna Gabriel en su
reclamo de una República Feminista.
Por eso no se entiende el partido
anticatalán que los grandes diarios argentinos han tomado. O sí: se
limitan a copiar la línea editorial de El País, que ha
demostrado que no está a la altura de las circunstancias y que, como
Le Figaro, representa a los sectores más rancios de la
derecha europea. ¿Qué puede importarle a un latinoamericano lo que
diga un diario que defiende los intereses de la casa de Borbón y los
principios de una constitución redactada en 1978 para complacer al
fascismo en retirada? En todo caso, el miedo del Reino de España
puede ser comprensible pero, ¿por qué compartirlo?
Cada cual puede (y debe) tomar posición
propia en relación con problemas que pueden parecer muy abstractos o
muy concretos. Lo que da tristeza es una mímesis de posiciones que
no se compadece con las condiciones contemporáneas del saber.
Abrazar la ignorancia es como haberse
puesto en su momento del lado de las fuerzas realistas y no de los
procesos revolucionarios del siglo XIX que dieron en las repúblicas
latinoamericanas.
El reconocimiento automático de un
lugar de supuesto saber clausura no sólo cualquier posibilidad de
comprensión del presente sino la actividad histórica en su
conjunto: ante Lutero, defender a Roma; en la Guerra Civil española,
tomar partido por el fascismo; ante el socialismo democrático de
Allende, alinearse con Pinochet. En lugar de la potencia de la
imaginación, preferir un orden impuesto a rajatabla.
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