Por Daniel Link para Perfil
El primer poema que el irlandés Samuel
Beckett publicó en 1930 argumenta y prueba que la
lógica de la ciencia, las matemáticas, la teología y sus premisas
no son compatibles con la experiencia humana, irreductible a los
dogmas, los sistemas de creencias y las morales de época.
“Whoroscope”,
muy escatológico, se organiza alrededor de ciertas manías de René
Descartes, a quien le gustaba su omelette
matutino hecho con huevos empollados ocho días; menos o más
tiempo bajo la gallina le resultaban repulsivos.
Para
Descartes (pilar de la modernidad, casi casi el inventor de la
ciencia, a través de la duda metódica), en la visión de Beckett,
el punto de equilibrio entre el huevo y la gallina se hallaba en un
momento de la formación del embrión gallináceo (“este aborto de
pichón”).
Los
huevos de Descartes son el motivo que Beckett elige para ridiculizar
a una ciencia que se pretende soberana y que, por lo mismo, desdeña
la Verdad y se pone al servicio del Estado (“Cristina la
destripadora”).
Hay
en youtube un video extraordinario de un maestro japonés que rompe
los huevos para que sus alumnes vean cómo se va formando el pollito,
día por día. En lugar de la cáscara, una bolsa de plástico.
En
los procesos de fecundación artificial, tan corrientes en nuestras
sociedades, los embriones sobrantes del proceso se congelan para
conservarlos, se donan o se destruyen, y a nadie se le mueve un pelo
por ello.
Las
mujeres podrían interrumpir sus embarazos libremente y los
defensores de la persona no nacida podrían encargarse de conservar,
donar o, mediante gestación subrogada, llevar a término la
formación de esas hipotéticas potencias del ser.
Contestar
a un debate sobre la libertad con argumentos de muerte es mezquino,
sobre todo cuando la técnica permite imaginar otros horizontes entre
los cuales la interrupción química del embarazo parece ser la
solución más equilibrada, pero no la única.
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