Por Daniel Link para Perfil
En viaje laboral, me reservo una tarde para ir a uno de mis lugares predilectos de Valencia, la casa de Abanicos Carbonell (fundada en 1810), atendida hoy por Guillermo y Paula Carbonell, cuarta y quinta generación de una familia dedicada a la fabricación de abanicos artesanales. Guillermo es bisnieto del fundador (Arturo Carbonell Rubio) y cuenta: “A mi padre le sucedí yo iniciándome en este artesano trabajo hace mas de 40 años y aprendiendo todos sus secretos”.
Uso los abanicos Carbonell desde hace más de diez años y vuelvo siempre porque mientras yo pueda volver a esta tienda sé que el mundo tiene un centro y un sentido.
Esta vez, después de una tarde plagada de desencuentros, les llevé un abanico con una varilla despegada para que le hicieran el service. Guillermo estaba de mal humor y al principio dijo que no, que la chica se había ido, que volviera otro día, pero después salió Paula, con cola y pincel en la mano y me dijo que ella lo arreglaba.
Ya con el abanico en la mano, comenzó a negar con la cabeza y desplegó ante mí uno de los secretos del abanico. “No es sólo una varilla... Mire aquí, está viciado”….
Pegó la varilla y otra más que ella había descubierto despegada, pero le parecía que ese service no iba a durar porque el abanico “busca el vicio”.
La acompañaba una mujer más joven (¿su hija, la tataranieta del fundador? ¿o una empleada?) que se reía junto con nosotras. Luego entendimos que el vicio adviene cuando el abanico no se abre y cierra por sus pliegues sino por donde se le da la gana: ahí empiezan los problemas, que ya no terminan más.
Por supuesto, compré uno para reemplazar el viciado y les conté que el último que había comprado fue para mi hija, “uno blanco” dije. “De novia”, dijo Paula. Sí, le dije yo. Y le dije más: ya se divorció.
Pues yo llevo ya para 46 años. Son las nuevas generaciones, dijo Paula, que no aguantan nada, y señaló a la que supongo era su hija, otra señora, como si fuera el vivo ejemplo de la disolución del contrato matrimonial (y, por lo tanto, de quién sabe qué vicios).
“Yo aguanté 25 años, que es bastante”, dijo ella muerta de risa. Razón le dimos, desde ya, sobre todo porque el “aguanté” indicaba antipatriarcado silvestre.
Me volví con dos abanicos, uno nuevo y lleno de ilusiones y otro ya muy ahíto de vicios. Paula había insistido en que comprara uno del mismo color del que había llevado, azul, pero yo preferí llevar uno negro porque allí donde hay esperanzas y vicios, es seguro que más tarde o más temprano habrá duelos.
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