lunes, 18 de agosto de 2025

La última filóloga

Élida Lois tenía una voz incomparable: con la misma gravedad de la de Olga Orozco, pero sin los rastros de tabaco y alcohol que la poeta necesitó para escribir sus versos.

Además, su habla estaba siempre quebrada por la busca de la palabra justa, el concepto, el remate de la frase. Titubeaba, no porque no supiera lo que quería decir, sino porque respetaba profundamente la relación entre expresión y contenido. No se la tomaba a la ligera.

Por supuesto, eso tuvo consecuencias decisivas en su trabajo. Era una filóloga de raza, que tanto podía hacerle frente a un problema gramático, a una historia de una palabra o a las capas de discurso superpuestas en una obra confrontada con sus originales (ella, mejor que nadie, supo vincular los sustratos ideológicos con los ambientes estilísticos).

Editó, entre otras cosas, el Martín Fierro. Como quien dijera: "les doy esta edición, y no me jodan más". ¿Quién si no ella hubiera podido emprender una tarea semejante? 

Élida, querida, te vamos a extrañar, pero por suerte nos quedan tus palabras, tu perspectiva sobre la disciplina, tu posición ante el mundo.

 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Gracias Daniel, por recuperar ese dictus de Élida... era un temblor en búsqueda de la precisión, así lo recuerdo.