por Daniel Link para Perfil
Me hice el vivo. Me vine a Buenos Aires un sábado, sin computadora portátil, que quedó en mi casa suburbana. “Me voy a arreglar con el teléfono”, me dije. Pero no fue así, me di cuenta de que yo casi no uso el teléfono. Hasta el programa de mensajería lo manejo desde la computadora.
El lunes por la mañana, al borde ya de la desesperación, me metí en una computadora de escritorio ajena. Para qué.
No pude cargar el whatsapp para escritorio porque la máquina tenía el sistema operativo desactualizado (y no aceptaba ya ninguna versión posterior, a pesar de que no tiene tantos años de edad: obsolescencia planificada). Tuve que usar el mensajero en su versión para navegadores. Por supuesto, yo no uso cualquier navegador, sino uno de código abierto. La computadora no tenía ningún programa bloqueador de publicidades ni tampoco removedores de paywalls (que permiten leer páginas archivadas en internet sin necesidad de iniciar sesión). Se los instalé.
Tampoco tenía ningún programa de código abierto para escribir. Le instalé el Apache Open Office, que uso sin disturbios ni grandes incompatibilidades desde hace décadas. Luego lo tuve que configurar con la tipografía que uso.
Cuando terminé con todo me di cuenta de que me faltaban las claves, así que tuve que buscarlas en la versión para celulares de mi navegador predilecto y transferirlas.
Listo para escribir, no pude hacerlo porque ya tenía que salir a cumplir con otro compromiso.
Recordé una reflexión analógica de Roland Barthes, que había descubierto que sus escritorios (en su departamento parisino y en su casa de verano) eran réplicas uno del otro. Él no podía trabajar sin los pinceles en tal lugar, los lápices en tal otro, los libros esenciales a mano, la silla orientada en tal dirección.
El escritorio (analógico o digital) es una metáfora de una disposición más bien anímica que espacial hacia la escritura. Y, siendo un ritual tan delicado, es casi seguro que el oficio de escribir encontrará innumerables obstáculos maniáticos que impedirán su realización.
Es reconfortante, en ese punto, lo poco que ha cambiado todo. Así como el copista medieval armaba su scriptorium y lo defendía como parte esencial de su existencia, así el ciberpunk debe disponer sus conexiones en un orden específico para poder funcionar.
Aún presuponiendo la profesionalización del escritor, su práctica sigue sosteniendo cierto misterio (cierta mistificación, si se quiere) precisamente porque se funda en el deseo que, como se sabe, no piensa.

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