El sábado a la noche, después de comer, A. propuso que fuéramos de ronda, a verificar el espanto de la vida nocturna en Buenos Aires. Accedí de mal grado, un poco como homenaje a una vieja amistad y otro poco por auténtica curiosidad. Decidimos no un itinerario pero sí un campo de operaciones: no pensábamos llegar hasta Palermo.
La primera parada fue Contramano. A la una y media de la mañana, una apretada sucesión de caras atónitas (no menos de 100) llegaban a la avenida Santa Fe. Diligente como soy, me acerqué al custodio de la escalera que baja a ese sótano mítico (en el cual, por ley, no debería haber más de 200 personas, una fiesta familiar) y le pregunté cuál era el sistema: "Sale gente, entra gente", me contestó lacónico. Me di cuenta de que íbamos a perder la noche haciendo cola para un descensus ad inferos para el cual yo ya no tengo vocación. Nos fuimos caminando por Santa Fe mientras A. le pasaba a C., que iba a reunirse con nosotros más tarde, el parte correspondiente a nuestra primera expedición. La calle era un hervidero de personas. En Babieka, S. se encontró con D. y un grupo de personas. Hubiera sido conveniente que allí nos quedáramos, pero estábamos dispuestos a una inspección masiva y generalizada.
La segunda parada fue en un sótano (¡otro!) de la calle Ayacucho donde, sospechosamente, no había cola. S. y yo bajamos (había olor a humedad y a encierro en la escalera) sólo para comprobar que en el lugar no había nadie. Enfilamos hacia Glam (A. informó por celular el nuevo destino), en Anchorena y Paraguay. El lugar estaba cerrado a cal y canto y un lacónico cartel informaba las circunstancias del candado (son las de público conocimiento). C. ordenó, via celular, que fuéramos a Chueca, un lugar diminuto al que habíamos ido a comer con S. hace como dos años. ¡Estaba abierto! Y atestado de gente. A duras penas conseguimos llegar a la barra y encargar dos margaritas (por pura inercia porque ya sabemos qué se puede esperar de las margaritas servidas en lugares así). Imposible era moverse (no digo bailar, sino tan solo levantar el brazo para llevarse el vaso a la boca) de modo que nos instalamos en un patiecito módico que hay delante de los baños. Contra nuestra expectativa, allí tampoco corría aire. Malhumorado, contabilicé más personas por metro cuadrado que las permitidas (¡y muchísimas más que las necesarias!). Cuando llegó C. y pudimos abandonar sin culpas a A. emprendimos la retirada. "¡Cuánta loca tarada!", dije. Con lo linda que estaba la noche para estar al aire libre, a quién se le ocurre encerrarse en esos antros minúsculos y atiborrados a escuchar canciones viejas de Madonna.
Pasará mucho tiempo, supongo, hasta que podamos instalarnos sin conflicto en las viejas ideas de "diversión". Mejor sería cambiarlo todo, pero a lo mejor ya es tarde también para eso.
G. A . C. G: una literatura sobreviviente
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