viernes, 20 de marzo de 2020

Diario de la peste, día 1

(anterior)

Hoy, viernes 20, comienza oficialmente la cuarentena obligatoria, que lleva por título un nombre complicado, algo así como "aislamiento social preventivo y obligatorio".
El discurso de Alberto satisfizo casi todas las expectativas. Creo que infundió tranquilidad, aunque la mención de las "ferreterías" como lugares a los que se podrá concurrir se le reprochará por siempre.
Más preocupante me pareció que no se establecieran mecanismos para contener económicamente a las personas impedidas de trabajar.
Yo arreglé con Rosi, la cuidadora de mi mamá, que no viniera. Y le dije cuánto le pagaría el 31 de marzo (si es que me pagan a mí, lo que tampoco es seguro). Pero muchas personas no están en esa situación y vimos aquí y allá casos de detenidos porque salieron a trabajar (un pintor de brocha gorda, por ejemplo).
Lo primero que se me ocurre (y me subleva) es que vamos a pasarnos las siguientes semanas pelotudeando en la cocina mientras quienes tienen que garantizar la cadena alimentaria se exponen a la catástrofe.
Siempre fue así, claro, pero ahora me parece particularmente evidente y éticamente inaguantable. Empiezo a pensar cómo lo escribiré...
Mientras tanto, me doy cuenta de la paradoja o venganza de la historia y retomo un tema frecuente en mis clases y en mis libros: el olvido maniático del siglo XX al que Occidente quiso entregarse, para relacionarse de manera directa con el siglo XIX, como si el XX hubiera sido un intervalo indecente, un cólico, una ráfaga de mal viento que ya pasó.
Uno de los ejemplos que solía esgrimir es la discusión entre evolucionistas y creacionistas, que es completamente anacrónica y supone un horizonte teórico más bien pelotudo y positivista. El otro, naturalmente, la tachadura del registro de lo imaginario.
El corto siglo XX (en oposición al largo siglo XIX), dicen los historiadores, comenzó con la Gran Guerra.

El 20 de febrero de 1909 apareció en Le Figaro el “Manifiesto Futurista”, promovido por Filippo Tomasso Marinetti. Esa vanguardia intelectual encontraría en el fascismo una vía de desarrollo poco sorprendente, si se recuerda que en su artículo 9 el “Manifiesto” proclamaba: “Queremos glorificar la guerra –sola higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan, y el desprecio a la mujer”.

Esa misma inteligencia se entregó, antes, a los juegos bélicos. Todavía hoy sorprende la cantidad de voluntarios que se enrolaron para pelear en la Primera Guerra. Como tantos otros y otras, Guillaume Apollinaire, por ejemplo, murió al volver del frente. No se lo llevó propiamente la contienda sino la Gripe Española, que mató más personas que los ejércitos (50 millones de personas en el mundo entero).

La inteligencia americana ya lo había advertido. El 5 de abril de 1909 Rubén Darío publicó en La Nación de Buenos Aires una crítica radical al “Manifiesto”, que señalaba, entre otras cosas: “El poeta innovador se revela oriental, nietzscheano, de violencia acrática y destructora. ¿Pero para ello artículos y reglamentos? En cuanto a que la Guerra sea la única higiene del mundo, la Peste reclama”. Darío notó, antes que nadie, las aporías vanguaristas: ¿destrucción reglamentada? No me cierra. ¿La Guerra como Higiene? No sean infantiles: la Peste le gana.

Guerra y Peste en el comienzo del siglo. Crisis del petróleo (1973) en su final. Todo eso, que el siglo XXI quiso olvidar junto con el comunismo volvió condensadísimo en estas semanas para decirnos que la Guerra, el Fascismo, la Crisis y la Peste siguen estando ahí, y nos obligan a pensar las vías de superación de un régimen de acumulación insensato y hostil a lo viviente.
No se puede olvidar lo que pasó, lo que hay que hacer es usarlo como plataforma para pegar el salto: Hic Rhodus, hic salta! ("Hier ist die Rose, hier tanze").
La pandemia nos obliga a pensar y, sobre todo, a pensar un futuro que, siempre lo supimos pero ahora nos alarma, no puede estar en las manos de médicos, abogados y economistas.
Pienso, una vez más, en los que hacen posible nuestros "Diarios de la peste" (nuestros Decamerones) y nuestros desvaríos culinarios, los que se exponen a la catástrofe son mucho más humanos que nosotros, encerrados en nuestras moradas.
En la televisión, los epidemiólogos más renombrados no cesan de recomendarnos siempre lo mismo: lavarnos las manos.
Parecen ignorar, en ese punto el sentido del gesto de lavarse las manos y a lo que conduce: la Cruz. 
Conviene revisitar el 18 Brumario de Luis Bonaparte, en particular el comentario de Marx a la máxima hegeliana: "la Filosofía es La Rosa en la Cruz del Presente".
La Cruz, nuestra cruz, es la pandemia (consecuencia de un régimen de acumulación insensato, intolerable y suicida). Pensar una salida, eso nos toca...

(continúa)




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