El corto siglo XX (en oposición al
largo siglo XIX), dicen los historiadores, comenzó con la Gran
Guerra.
El 20 de febrero de 1909 apareció en
Le Figaro el “Manifiesto Futurista”, promovido por Filippo
Tomasso Marinetti. Esa vanguardia intelectual encontraría en el
fascismo una vía de
desarrollo poco sorprendente, si se recuerda que en su artículo 9 el
“Manifiesto” proclamaba: “Queremos glorificar la guerra –sola
higiene del mundo–, el militarismo, el patriotismo, el gesto
destructor de los anarquistas, las bellas ideas que matan, y el
desprecio a la mujer”.
Esa
misma inteligencia se entregó, antes, a los juegos bélicos. Todavía
hoy sorprende la cantidad de voluntarios que se enrolaron para pelear
en la Primera Guerra. Como tantos otros y otras, Guillaume
Apollinaire, por ejemplo, murió al volver del frente. No se lo llevó
propiamente la contienda sino la Gripe Española, que mató más
personas que los ejércitos (50 millones de personas en el mundo
entero).
La
inteligencia americana ya lo había advertido. El 5 de abril de 1909
Rubén Darío publicó en La
Nación
de Buenos Aires una crítica radical al “Manifiesto”, que
señalaba, entre otras cosas: “El poeta innovador se revela
oriental, nietzscheano, de violencia acrática y destructora. ¿Pero
para ello artículos y reglamentos? En cuanto a que la Guerra sea la
única higiene del mundo, la Peste reclama”. Darío notó, antes
que nadie, las aporías vanguaristas: ¿destrucción reglamentada? No
me cierra. ¿La Guerra como Higiene? No sean infantiles: la Peste le
gana.
Guerra
y Peste en el comienzo del siglo. Crisis del petróleo (1973) en su
final. Todo eso, que el siglo XXI quiso olvidar junto con el
comunismo volvió condensadísimo en estos meses para decirnos que la
Guerra, el Fascismo, la Crisis y la Peste siguen estando ahí, y nos
obligan a pensar las vías de superación de un régimen de
acumulación insensato y hostil a lo viviente.
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